Homilía de Mons Pulido en el aniversario de su ordenación episcopal

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(Mons. Pulido en la Eucaristía en #Cáceres con motivo del aniversario de su ordenación)

Queridos hermanos:

Me sale del corazón un canto de gratitud por este año como Obispo que comenzó en esta nuestra catedral que para mí es matriz. Aquel día tenía el corazón encogido por lo que se me venía encima. Pocos años antes, mi vida había dado también un vuelco radical. Cuando hice las bodas de plata sacerdotales había levado anclas de todo para ir a Cuba, dejando atrás familia, pertenencias, con la confianza puesta en Dios… Entonces lo entendí como una llamada que Dios me hacía, con alegría me di cuenta que el Señor seguía contando conmigo a pesar de mi pobreza. Fue una experiencia gratificante: mi vocación está viva. Y respondí con decisión y quizás hasta con orgullo, con valentía, hasta con heroísmo como quien quema las naves para no volver la vista atrás: Aquí estoy, Señor, cuenta conmigo, le dije al Señor de nuevo. Pero cuando recibí la llamada del nuncio diciéndome que el Santo Padre le ha nombrado Obispo de Coria-Cáceres, las cosas fueron muy diferentes. No es lo mismo ir a misiones, que asumir como pastor de una diócesis. El corazón se encogió. Es más fácil entender como servicio desprendido ir a misiones que dar un paso adelante como Obispo. Cuando fui a Cuba me lancé con entusiasmo a volar libre y sin ataduras; ahora sentía que el Señor me había acorralado y no podía escapar, consciente del reto grande personal no exento de incertidumbres y del vértigo de la responsabilidad. No dije: Aquí me tienes, Señor, cuenta conmigo. Sino: No me abandones, esto es cosa tuya.

Después de este año, en el que he perdido a mi madre (pérdida irreparable), quiero dar gracias a Dios porque no me ha abandonado. Me ha dado fuerzas y ánimos que no conocía. y sobre todo me ha dado hermanos, amigos, familias, colaboradores… me ha sostenido, y no me ha dejado de la mano. Cada día le pido cada día no ser obstáculo para que él obre, que la Iglesia es suya y no mía, y que incluso mis pobrezas y limitaciones sean la caja de resonancia para que resuene con más fuerza su voz y sea más clara su presencia.

El año pasado por estas mismas fechas, proclamábamos la página del evangelio que acabamos de escuchar, si bien tomada de san Lucas. Y con estas palabras de Jesús hacía mi primera predicación como Obispo, unas palabras que sentí providenciales, como hoy, porque en ellas resuena mi lema episcopal: Ministerium reconciliationis. Volver hoy sobre ellas es como hacer un examen de conciencia a un año vista, renovar la gracia de la ordenación y mi vocación de anunciar y trabajar por la reconciliación de los hombres con Dios.

Predicar la reconciliación es anunciar el evangelio, y trabajar por conseguirla, construir el Reino, porque la reconciliación es otro nombre de la salvación que Cristo nos ha ganado en la cruz. En la Escritura, hay dos formas de describir la salvación: una futura, después de la muerte, cuando resucitemos y vayamos al cielo, a gozar de la eterna bienaventuranza para siempre. Entonces seremos salvados… Pero también la Palabra de Dios habla de otra salvación: Cristo murió por nuestros pecados; y para recibir esta salvación no hay que esperar a morirse; se recibe aquí, en esta vida. Si nos preguntamos: ¿de qué nos salva Jesús? Del pecado y de la muerte. El mismo amor de Dios se derrama en nuestros corazones en ambas: en la vida futura lo experimentaremos como presencia y gozo, mientras en esta lo sentimos como ausencia y perdón. De su parte, el mismo amor con que nos amará allí resucitando nuestros cuerpos, ya nos está amando aquí perdonando nuestros pecados. La experiencia más cercana que tenemos de la resurrección futura es el perdón y la misericordia en esta tierra.

El evangelio compara la alegría del cielo con quien recupera la moneda, quien encuentra la oveja perdida, quien recobra a un hijo que estaba muerto y ha resucitado, y siente la necesidad de ir a contárselo sus amigos y vecinos, y de celebrar una fiesta. Es la alegría mayor que hay en dar que en recibir, en perdonar que en vengarse, en negarse a uno mismo que en ensalzarse… La venganza nos hace sentir amargura, y el orgullo vaciedad. Poniendo a nuestro alrededor esta experiencia de perdón seremos sembradores de esperanza e nuestro mundo, para hacer creíble que otro mundo es posible y deseable.

La reconciliación no es simplemente la vuelta a la paz después de la guerra, o a la calma después haber discutido. Cuando nos reconciliamos de verdad, la amistad crece, la paz se hace más fuerte. De la misma manera el cielo que anhelamos no es simplemente volver al paraíso perdido tras el pecado como si nada hubiera pasado, como su Adán y Eva no hubieran pecado. El cielo es mucho más que el paraíso. Si allí el Señor paseaba solo por las tardes en el jardín del Edén; en el cielo, estaremos en su casa y en su presencia por siempre como hijos, como hijos de Dios.

Por eso, hacer todo lo posible por ponernos a bien con el que nos pone pleito antes de llegar ante el juez; o ponernos a bien con el que tiene algo contra nosotros antes de llevar la ofrenda al altar no es algo facultativo para el cristiano. El seguidor de Jesús no se puede cansar nunca de buscar la paz, no se puede rendir nunca ante la guerra. La mano tendida a los enemigos, a los que nos hacen mal es nuestro signo distintivo, la prueba final de que estamos en el camino justo, en el seguimiento de Jesús y movidos por el amor de Dios.

La Iglesia es singo e instrumento de esa reconciliación que es anticipo de los bienes del cielo. Está llamada a ser prenda de la humanidad reconciliada en el amor, a comunicar a todos que el cielo es posible y empieza ya aquí en la tierra. Esta es nuestra misión como Iglesia diocesana: construir la fraternidad entre nosotros, ser hermanos de los que tenemos sentados a nuestro lado en la eucaristía, que no seamos desconocidos o indiferentes a las necesidades de los demás; que los sacerdotes vivan en fraternidad y creen comunión y corresponsabilidad en las parroquias, que todos descubramos nuestra vocación al servicio de los demás, movidos por el mismo Espíritu; que nos responsabilicemos del anuncio del evangelio cada uno según su carisma, y de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones, que socorramos a los pobres…

Es el sueño que el Papa Francisco llama sinodalidad, caminar juntos, avanzar hacia el reino de los cielos sin dejar a nadie al margen, y haciendo un camino más expedito para los que vienen detrás. Esto solo lo podemos lograr si todos colaboramos, si sentimos que la Iglesia somos todos y no solo el obispo o los sacerdotes y religiosos. Ser obispo hoy no es fácil: mucha gente me lo dice. Solo contado con la gracia de Dios y con la colaboración de los hermanos se puede intentar.

Por eso, me permito pedirles, desde este momento, su ayuda para que, en la medida de lo posible, reavivemos la vida y la misión de la Iglesia en Coria-Cáceres. Será también un servicio para nuestra sociedad que en estos momentos está necesitada del motor de la fe, la esperanza y el amor de Dios para superar el individualismo, la indiferencia, las injusticias, las guerras.

+Jesús Pulido Arriero

Obispo de Coria-Cáceres

Coria 19-2-2023

Cáceres 20-2-2023

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